Por: Maira Correa Parodi
Princesa de Aipir del clan Epieyú
@McorreaParodi
La Majayut es la joya más preciada de una
familia Wayuu. Desde que nace es criada y preparada para ser mujer, en el
amplio sentido de la palabra. Cuando tiene su primera menstruación es encerrada
en un rancho donde solo puede ser visitada por su madre, sus tías y la luz de
Kashi, la luna. Ningún hombre incluido Kai (El Sol) vuelven a verla hasta que
no esté lista para enfrentarse a la vida luego de que sus mayores mujeres hayan
inculcado en ella, ante todo el compromiso de perpetuar el clan con el mismo
honor y nobleza que ellas lo han hecho y mantener su estirpe inamovible e
invencible en su territorio ancestral.
Cuando los Arijunas se encontraron con
esta hermosa tradición, equipararon a la Majayut con las princesas europeas,
que eran criadas, educadas y cuidadas para representar a su reino en tierras
lejanas o para sellar alianzas estratégicas a través del matrimonio y de los
hijos. Pero se sorprendieron al encontrar una costumbre similar a la de los
grandes reyes de extremas regiones, el pago de una dote. Como en la etnia Wayuu
no existe la nobleza ni los títulos nobiliarios, mucho menos el status social,
la dote es exigida por los padres de la muchacha para garantizar el futuro de
los hijos que nacerán de esa unión, porque los hijos son de la
madre, y en su ausencia, de sus abuelos y
tíos maternos.
La Guajira es una gran Majayut. Bella e
indómita. Cierro los ojos y me la imagino de piel cetrina como la arena del
desierto, con largos cabellos negros, alaciados por las olas del mar. Con ojos oscuros
como la noche, profundos y sabios, pero tristes, más bien melancólicos. Juyá la
lluvia la hizo fecunda y el Padre Maleiwa, pagando por ella una dote en carbón,
gas y sal entre muchas otras cosas, se caso con ella. De esa unión, procedemos
todos los guajiros, sus hijos.
Maleiwa subió a los cielos y La Guajira,
complaciendo a sus hijos se dejó civilizar. Se apaciguo su bravío espíritu, y
lentamente fue cayendo en desgracia. Había parido a Caín y a Abel y sobre su
piel corría su propia sangre. Se rebeldizaron contra ella. Arijunas
descubrieron el tesoro que celosamente escondía: la dote, el patrimonio de los
guajiros. Había llegado su mala hora.
Aliados con los forasteros, los más
fuertes de sus hijos hicieron parte del saqueo. La prostituyeron. A sus
hermanos débiles y pequeños los despreciaron y echaron a un lado. Renegaron de
su origen, de su estirpe y dieron las mejores piezas del chivo a los que desangraban
a su madre. Olvidaron su sufrimiento al parirlos y sus lagrimas de ternura
cuando los amamantaba. Huyeron al verla moribunda en la indigencia, haciendo
promesas de volver desde las altas tierras arijunas con las medicinas que sus
médicos recetaban.
Hoy, nuestra madre agoniza. Ya no tiene
lágrimas y sus pechos se han secado. Languidece, no come. Ni siquiera se queja.
Nos espera la orfandad. No es justo. Una madre abnegada y generosa como la
nuestra merece vivir por la eternidad, que sus hijos descarriados partan para
siempre o vuelvan al redil, como la cabra rebelde. Que llego la hora de hacer
por ella algo de lo que ella ha hecho por nosotros, darle de lo que nos ha
dado. Nosotros, solo nosotros podemos hacerla sonreír de nuevo y que muestre al
mundo esos hermosos dientes que parecen preciosas perlas. #PiensaTuVoto
Articulo publicado en @DiarioDelNorte
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